La mujer que podía volar

Publicado el 15 de noviembre de 2024, 21:09

 

LA MUJER QUE

PODÍA VOLAR

 

En un país, quizás imaginario, vivía una joven que podía volar. Simplemente desplegaba los brazos en cruz y se elevaba pudiendo desplazarse hacia donde quisiese y alcanzar los objetivos que se fijara. Era, cómo no, la “rarita” de su pueblo. Los demás habitantes no solamente no sabían volar sino que tampoco intentaron aprender tal habilidad. Es más, ni siquiera le llegaron a preguntar nunca qué se sentía, qué le permitía hacer tan inusual don. Ante un silencio tan unánime nuestra protagonista llegó a pensar que tales vuelos serían producto de su desbordada imaginacion o tal vez, e incluso peor, una fantasía consecuencia de quien sabe qué enfermedad mental.

   Hubo de ser, sin embargo, el buzón de correos de su casa quien la sacara de dudas pues dentro de él había algo nuevo. Así, en una soleada mañana, la verde caja abrió su boca para ofrecerle la primera carta. Comenzó a leer y, tras un pomposo membrete y unas muy formales palabras comenzaron a surgir una serie de afirmaciones a las que difícilmente podía dar crédito. En síntesis y hablando en román paladino, se le informaba que tenía que dejar de volar pues no le habían dado un permiso específico para ello por un lado y, por otro, podía poner en peligro la vida de otras personas. Desde luego prohibidísimo cruzar carreteras o vías peatonales. ¿Qué era eso de tener preferencia? ¿Qué era eso de ser diferente? Por más que ella estuviese en otro plano más elevado que aquellas personas que iban sólo a nivel del suelo y por más que no se cruzara realmente con ellas, no se lo permitirían. Su don tenía que ser legislado previamente. Tenían que controlar su vuelo.

Sentía que le querían quitar algo vital, sentía que le faltaba el aire. Ni corta ni perezosa, nuestra protagonista corrió a redactar una contestación. En ella, entre otras cosas, expresó que, sin contar ya con las semillas de tantas y tantas plantas que usaban la vía aérea para reproducirse, sin contar con las aves, muchos insectos y hasta ciertos mamíferos volaban y nunca se había intentado limitar o restringir tal cosa. Y terminaba preguntando por qué le enviaban una carta como esa a ella.

   Pasado cierto tiempo la verde caja abrió de nuevo su boca mostrando otra carta esta vez un tanto más rolliza que la anterior. Comenzaba cortante, con fuertes palabras recordándole que podría ser multada en cualquier momento si persistía en continuar volando ilegalmente. Luego continuó en un tono más pedagógico expresando que el hecho en sí mismo de volar no era el problema pues como ella exponía muchos eran los seres vivos a los que se les permitía hacerlo. El problema era por un lado el hecho de poder hacerlo sin control de los organismos estatales competentes. Por otro lado había que tener en cuenta las posibles consecuencias derivadas de una actividad que afectaba al transporte personal y de mercancías que, debido a su privilegiada posición, ella podía realizar gratuitamente mientras que el “común de los mortales” no podía. Por tales razones, concluía la carta, lo que ella consideraba un don, realmente podía suponer una forma de economía sumergida, vamos, una especie de vuelo negro. Sumar a lo anterior, además, el carácter insolidario y exento de empatía de su comportamiento con respecto a las demás personas que no disponían de su don. Por todo ello, debía estar dispuesta a asistir a la mayor brevedad posible tras la recepción de la presente misiva o, en su defecto, en treinta días hábiles a partir de tal momento, a los nuevos Cursos de Estandarización Humana (CEH) que desde el Ministerio de Normalización Humana (MNH) se estaban ofreciendo a la ciudadanía. Tras volver a recordarle los peligros que para los demás, y también para ella, podía conllevar su irregular e insolidaria actividad, concluíase con un último punto no menos sino, quizás, tal vez, más importante que los anteriores. Esto es…  ¿Para qué volaba? Por un lado para desplazarse había ya otros medios y vías habilitados. Caminos creados por el ser humano, seguros y perfectamente localizados. Trillados y bien trillados… por tanto… ¿Por qué salirse de ellos? Por otro lado… Quién podía asegurar al resto de la sociedad que no haría un uso insensato en el mejor de los casos… o, ¿por qué no plantearlo de esta otra forma?: ¿qué aseguraba que no haría un uso delictivo o incluso terrorista de su particular don?

   Nuestra protagonista, tan sólo en dos cartas, había pasado de dudar de sí misma, a dudar de una sociedad que simplemente por ser ella misma; por ser y crecer; por crecer e intentar realizarse como ser humano, la estigmatizaba y convertía en sospechosa, la intentaba limitar y controlar. Comenzó a dudar de una sociedad que con argumentos aparentemente progresistas, con argumentos aparentemente igualitarios e inclusivos unas veces, restrictivos y represivos otras, y hablando entre nosotros coloquialmente, simplemente deseaba… cortarle las alas.

 

Jesús Pérez, 20240924